Tuve el inmenso honor de conocer a Lalita a finales de agosto de 2007.
Tras casi un mes de agotador viaje por Tamil Nadu, Kerala y gran parte de Karnataka, decidí pasar unos días en Goa para reponer fuerzas antes de regresar a España, a la rutina del trabajo y la vida cotidiana.
La playa de Benaulim, durante el monzón, es un paraíso desierto de turistas, donde uno puede perderse en la naturaleza salvaje y el rugir del Mar Arábigo (de aguas turbias, aparentemente calmas, pero con la furia del viento en sus entrañas).
… Como me temía, inmediatamente llamé la atención; pues una mujer sola, evidentemente extranjera, sentada en la arena, mirando al infinito, no es la estampa cotidiana por esos lares.
Al instante fueron pasando delante de mí los habitantes naturales de la playa: aspirantes a pescadores, jóvenes paseadores de búfalos, amigos cogidos de la mano compartiendo cervezas clandestinas, en definitiva, nadie que me sorprendiera, ni nada que no hubiera visto antes en India. Una sonrisa mía, y un leve saludo con la cabeza, me bastaron para ser aceptada como miembro de tan heterogénea comunidad playera.
Lalita, acompañada por su prima, se acercó a mí con la firme intención de venderme sarongs «de seda», bangles y tobilleras «de plata». Cuando mirándoles a los ojos y sonriendo les dije que prefería sentarme con ellas para hablar entre mujeres, aunque por supuesto les compraría, supe que ya tenía mi grupo de amigas en Goa.
Lalita tenía entonces veinticuatro años, cuatro hijos y un marido pescador cuya ocupación habitual era la de tomar cervezas indolentemente en la playa con sus compañeros, mientras ella, como tantas otras mujeres en India, alimentan, visten y sacan adelante la familia con una dignidad apabullantes.
Lalita fue casada a los diecisiete años en su Maharastra natal. Desde su boda, jamás volvió a ver a su madre y sus siete hermanas.
Lalita, su marido, sus cuatro hijos, su prima, y la familia de ésta (tres hijos pequeños) vivían en la playa, en una pequeña chabola de lata y plásticos, situada entre dos hoteles de lujo.
Lalita siempre sonríe y se sentía afortunada porque sus cuatro hijos (el mayor de siete años, y el pequeño de dos) estaban escolarizados en la escuela primaria estatal, donde les proveían de uniformes y material escolar, una bicicleta para poder acudir a clase y una comida completa al día, por lo que ella sólo tenía que preocuparse de poderles dar una taza de té por la mañana y por la noche y, en ocasiones, un plátano extra en su dieta.
Lalita y yo hablamos de todo, en ese lenguaje universal que tenemos las mujeres cuando hablamos con el corazón. Le expliqué cómo era mi vida de mujer sola en Europa, cómo era mi familia. Hablamos de moda, de maquillaje, de cine, de hombres.
Reímos mucho y nos llamábamos hermanas entre nosotras.
Lalita es mujer y no pertenece a casta alguna. Es una Dalit, una paria, una intocable, pese a que la India Constitucional de hoy reconozca nominalmente la igualdad de todos los ciudadanos.
Lalita me dijo que quería venirse conmigo a Europa. O si no, que me llevara conmigo al pequeño de sus hijos. Le dije que estaría dispuesta a traerla a ella y a su hijo pequeño conmigo, si conseguía el preceptivo visado, a lo que le ayudaría tanto como pudiera.
Le expliqué que en Europa ella podría hacer lo que ella quisiera: podría estudiar, podría trabajar, ir a la Universidad, ser médico, abogado, arquitecto, enfermera, actriz, cantante, lo que ella deseara…
Se quedó pensando un rato, con esos ojos negros tan llenos de luz, y a los pocos minutos me respondió absolutamente convencida que no, que ella sólo quería venirse conmigo, con su hermana mayor, y ser feliz trabajando en casa y cocinando para todos.
Su respuesta fue una revelación para mí, una de las mayores lecciones de humildad que he recibido en mi vida, pues sin querer le había planteado una pregunta bajo premisas absolutamente colonialistas: Occidente queriendo imponer sus criterios a Oriente.
¿Es que yo, que he sido libre desde la cuna para elegir lo que he querido hacer con mi vida, que el ser mujer no me ha supuesto pérdida de libertad o derechos, que he tenido acceso a una educación libre y gratuita, que he tenido una completa asistencia sanitaria, soy más y mejor mujer que Lalita?
¿Es que nuestros niños, hijos de Occidente, son más felices que los hijos de Lalita, que viven libres de convenciones, rodeados de amor, y que se sienten parte orgullosa de su grupo social?
¿Es que puedo plantear a otra mujer una elección partiendo sólo de que mi forma de ver la feminidad y el feminismo es la única válida?
¿Cómo podría juzgar a una mujer que me da una respuesta que lleva implícita siglos de convencimiento y de enseñanzas?
¿Soy yo más libre y más feliz que Lalita?
No, no lo soy, en absoluto. De mujer a mujer, ella me enseñó aquel día que la felicidad no está en las suplir las carencias, que superarse no es nada académico, y que la paz de espíritu sólo viene tras aceptar la propia realidad, el propio karma sea el que sea, siendo consecuentes con el mismo ante toda circunstancia.
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Sobre la autora: Belén García-Martín viaja cada año a India, casi siempre en solitario, país que ha recorrido de norte a sur, y de este a oeste, para reencontrarse con viejos amigos, hacer otros nuevos, y lo que más le apasiona: sentir, oler, oír, ver, tocar y vivir en hindi… Para más información: [Quiénes somos]
Belen, gracias por compartirnos algo tan especial…
Agradecerte por esta reflexión llena de sinceridad. Has conseguido dejarme pensando un buen rato…