En toda habitación de hotel siempre hay un espejo. En este caso, nuestra mirada está puesta en el espejo del cuarto de baño, tras cuya puerta nos encontramos escondidos. En algún momento, los pasos se van acercando y un sonido similar al de un ave tenebrosa cubre con su negra y alargada sombra toda la estancia. Ese «algo» nos ve reflejados en el espejo, nosotros también: una sombra, una garra que rodea el pomo de la puerta. Y empujamos. Le hemos derribado, pero no por mucho tiempo. Salimos corriendo y contemplamos en el suelo una enorme túnica, los ojos rojos, sin rostro, pero no podemos detenernos demasiado tiempo. Suena de nuevo el rugido, agarramos las mochilas y corremos a recepción, gritamos, señalamos, el recepcionista no entiende nada, pero ya no hay tiempo. En la entrada hay un taxi al que entramos de forma apresurada para indicarle que nos lleve al aeropuerto. Le pagamos un extra para que acelere y nos deje en tiempo récord. Compraremos los billetes a Cochi para el primer vuelo que salga. El taxi avanza por la autovía, entre tuk tuks errantes, vendedores de samosas y el skyline majestuoso de Bangalore. Quizás peque de paranoico, pero juraría que un coche no deja de perseguirnos todo el tiempo. Tras llegar al aeropuerto, realizamos todas las gestiones pertinentes y descubrimos que aún quedan vuelos. Sin embargo, no somos conscientes del goteo procedente de una de nuestras maletas.