Escrito por: Esther Pardo
Estar rodeado por los Himalayas, contar con siete emplazamientos elegidos por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad o ser habitado por unas gentes cuyo sentido de la generosidad no conoce límite, son razones y garantía de éxito para el valle de Katmandú, una zona del mundo que, hasta la llegada del turismo, permaneció anclada en el tiempo. Por eso, sean cuales sean los gustos que se tengan, este rincón de Nepal es capaz de satisfacer al viajero más exigente.
Este valle agrícola, gracias a su posición estratégica, se convirtió en una encrucijada de caminos de las rutas comerciales que cruzaban Asia, y eso le permitió ser un centro de confluencia de corrientes culturales, religiosas y económicas que han caracterizado a este emplazamiento desde sus orígenes, cuando daba cobijo a esos viajantes que hacían noche en su camino entre China y el subcontinente indio.
Katmandú, Patan y Bhaktapur son las tres ciudades en torno a las cuales se condensan la mayoría de las joyas arquitectónicas y manifestaciones religiosas que convierten a estas urbes en destino obligatorio. Las tres cuentan con las plazas reales de Durbar, con ejemplos de arquitectura propiciado por la dinastía Malla, quienes dejaron su impronta en el paisaje urbano desde los siglos XII al XVIII. También en el Valle se encuentran importantes estupas (complejos religiosos) como la de Swayambhunath, la más antigua dedicada al budismo -con los ojos de Buda observando al visitante-, y la de Bouddhanath.
Aunque los peregrinos hinduistas también veneran estos lugares, ellos cuentan con su propio complejo en Pashupatinath a orillas del río Bagmati, centro de cremaciones por excelencia. Asimismo, otro de los templos hinduistas que pueden presumir de ser patrimonio de la humanidad es el de Changu Narayan, otra cita ineludible en este viaje.
El paisaje privilegiado habitado por terrazas de arroz, bosques y los sempiternos picos nevados del Himalaya, son el escenario ideal para dedicarse a deportes como el trekking, el senderismo, la escalada o la más calmada de las contemplaciones desde los miradores del Everest o los Annapurnas en Dulikhel y Nagarkot.
Por último, otro de sus atractivos, algo menos tangible pero igual de importante, lo constituye la amabilidad sin límites de los habitantes del Valle, tanto de las ciudades como de las incontables villas agrícolas que lo ocupan. Un sinfín de etnias que otorgan una riqueza antropológica sin parangón, y que han heredado la práctica comercial como medio de vida, al igual que hacían los habitantes que poblaban la zona durante el medievo en esta puerta de entrada a Nepal.