Con una intensidad inolvidable. Por la mañana estábamos visitando el deslumbrante palacio musulmán de Fatehpur Sikri. Se llega hasta allí en un viejo autobús eléctrico, al que nos subimos ante la sorpresa de los pasajeros locales. Un exotismo más en el país de los exotismos infinitos.
Había llovido algo, pero al acabar la visita, se abrió el cielo, se oscureció la tierra y cayó una lluvia templada, atemporal, de enorme furia que parecía que nunca iba a acabar. Nos pusimos a cubierto junto con los otros tres o cuatros visitantes occidentales y ante nuestra sorpresa –por la intensidad de la lluvia- poco a poco empezaron a salir de sus refugios los visitantes nativos, que por ser domingo iban vestidos con sus mejores ropas. Hombres, mujeres, chicos, chicas y niños salieron a empaparse. Y los más jóvenes a tirarse en el agua que iban embalsando los jardines, las acequias y canales. Y el palacio se cubrió con un esplendor de saris, de trajes blancos y túnicas, que impregnaban de color los espacios abiertos del palacio en una proclamación absoluta de alegría; como si esta lluvia acabara con cien años de sequía.
Cuando paró la lluvia, haciendo la vuelta a pie, un pavo real remató la tarde al despedirse de nosotros -majestuoso y esquivo-, desde lo alto de una de las preciosas puertas de acceso al conjunto.
Camino del hotel de Agra, el conductor eligió una ruta alternativa. Era ya de noche y casi de repente nos vimos atrapados en un mundo difícilmente imaginable. No conseguiré transmitirlo pero era así: Noche cerrada en las afueras de Agra. Por las intensas lluvias, las calles -o carretera- completamente inundadas, interiores de las casas y locales anegados, miles de gente caminando en ambos sentidos mezcladas con ingentes cantidades de motos, bicis, tuc-tucs, coches, carros, animales. Los que caminaban, con el agua hasta las rodillas. Otros caminando subidos a la estrecha mediana de la calzada, otros miles en los bordes de las calles y en el colmo de lo nunca visto, alguno durmiendo sobre la mediana, cubierto con una leve manta completamente empapada. Vehículos averiados por el agua, empujados por los conductores o por los pasajeros, o dejados allí y haciendo que nuestro avance resultara imposible. Acompañado por el habitual clamor de pitos de los vehículos de las calles de la India.
Parecía que la escena era un escape de alguna erupción volcánica, un tsunami o algún otro desastre y que si por alguna causa nos viéramos obligados a abandonar del microbús, al instante seríamos absorbidos, fagocitados sin esfuerzo por esa masa oscura que durante interminables kilómetros acompañaba, rodeaba nuestro seguro vehículo. Y sin embargo… había muchas caras sonrientes al cruzarnos las miradas, una complicidad con lo que estaba pasando, un conformarse, una ausencia absoluta de drama; esto es así y lo ha sido desde que nos acordamos y va a seguir siéndolo por los siglos venideros. No se culpe a nadie. Qué le vamos a hacer, expresaban con sus miradas y gestos.
En algún momento llegamos a un cruce y luego a carreteras más despejadas y finalmente al hotel. ¿Ha sido real? Nos preguntamos al final de la noche.
J.J.C.