De maharajás y elefantes

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<< (…) El elefante sobre el que se desplazaba el maharajá de Baroda estaba más ricamente engalanado todavía. Los inquietantes colmillos de este monstruo centenario habían despedazado a más de veinte rivales en otros tantos combates. Todos sus jaeces eran de oro macizo: el palanquín real, la gualdrapa, los pesados brazaletes en las cuatro patas y las cadenas que colgaban de las orejas. Cada una de ellas valía unos treinta millones de antiguos francos y representaba una victoria del animal.

Juego con elefantesDurante generaciones, los elefantes habían sido el medio de locomoción favorito de los príncipes. Símbolos del orden cósmico, nacidos de las manos del dios Rama, eran a sus ojos los pilares del universo, el sostén del cielo y de las nubes. Una vez al año, el maharajá de Mysore se prosternaba ante el rey de sus paquidermos. Con este homenaje, renovaba su alianza con las fuerzas de la Naturaleza y aseguraba un año de prosperidad a sus súbditos. La riqueza de un soberano se valoraba por el número, la edad y el tamaño de los elefantes que poblaban las cuadras de sus palacios, algunas de las cuales albergaban hasta trescientos animales.
Desde que Aníbal franqueara los Alpes con su legión de elefantes, quizá nunca se había contemplado una manada tan impresionante como la que se exhibía una vez al año en Mysore con ocasión de la fiesta de Dassahra. Un millar de estos animales, adornados con dibujos, collares de flores, joyas, sillas y riendas de oro, desfilaban a través de la ciudad. Al macho más fuerte correspondía el honor de llevar el palanquín del soberano, trono de oro macizo acolchado de terciopelo y coronado por una sombrilla, atributo de poder principesco. Detrás, venían otros dos elefantes engalanados con la misma fastuosidad. Llevaban dos palanquines vacíos cuya aparición provocaba un respetuoso silencio en la multitud: se consideraba que transportaban las almas de los antepasados del maharajá.

Combates de elefantes realzaban siempre con particular brillo las fiestas del príncipe de Baroda, dando lugar a terribles duelos. Dos machos enormes, enfurecidos a lanzadas, eran arrojados uno contra otro. Haciendo temblar la tierra con sus colosales moles y el cielo con sus barritos, combatían hasta la muerte de uno de ellos. El vencedor tenía el honor de entrar en la cuadra principesca.
El rajá de Dhenkanal, pequeño feudo del este de la India, ofrecía todos los años a millares de invitados la ocasión de asistir a una exhibición igualmente emocionante, aunque menos sangrienta: el apareamiento de los elefantes más bellos de sus cuadras.
Un maharajá de Gwalior utilizó, incluso, un día a unos de sus animales para una tarea que ningún paquidermo había realizado jamás. Habiendo pedido a Venecia una lámpara cuyo peso y tamaño debían superar las dimensiones del mayor candelabro del palacio de Buckingham, decidió comprobar la solidez del tejado de su palacio haciendo deambular por él al más pesado de sus elefantes, después de haberlo hecho izar hasta allí con ayuda de una grúa especialmente ideada para ello.

Otros animales ocupaban en el corazón de ciertos príncipes un lugar tan privilegiado como los elefantes. Para el nabab de Junagadh, minúsculo principado al norte de Bombay, eran los perros. Había instalado a sus animales favoritos en apartamentos con electricidad y teléfono, donde eran servidos por criados a sueldo. Celebró el matrimonio de su perra favorita Roshana con un labrador llamado Bobby en el transcurso de una grandiosa ceremonia a la que invitó a todos los príncipes y dignatarios de la India, incluido el Virrey (…) >>

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Esta noche la libertad, de Dominique Lapierre y Larry Collins.

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