Atravesamos la ciudad en fiestas, llena de colorido, hasta llegar a las primeras instalaciones del hotel: un precioso embarcadero, con templetes y arcos de hierro forjado y muebles de mimbre, donde unos amabilísimos empleados nos recibieron ofreciéndonos unos zumos de fruta y toallitas húmedas para refrescarnos. Hacía mucho calor aunque había empezado a llover, y el amable refrigerio nos vino estupendamente.
Abordamos la barca, con su bonito toldo que nos protegió de la lluvia, y atravesamos el gran lago de Udaipur, el lago Pichola, hasta su centro, donde está situado el hotel Taj Lake Palace, nuestro destino.
Una recepción digna de «maharanas».
Este es hoy el espléndido Palacio del Lago, que se consideraba la residencia de verano de los maharanas. Los gobernantes de Udaipur se llaman maharanas, que quiere decir “gran guerrero” (maharaja significa “gran rey”) debido a su carácter luchador e independiente.
Frente al hotel, a orillas del lago, se alza orgulloso y espléndido el Palacio de la Ciudad o también llamado City Palace o Palacio del Maharana, una amplísima y espectacular construcción que se llevó a cabo en unos dos siglos.
Desembarcamos en la escalinata exterior y accedimos al hotel, el espléndido Jag Niwas o Palacio del Lago, que ocupa por completo la superficie de una isla en el centro del lago, por lo que parece un palacio flotante.
Construído en 1746, su entrada está flanqueada por dos elefantes de mármol negro, en contraste con el palacio, casi todo él en mármol blanco.
Tras recibir el saludo de los amabilísimos empleados de la recepción, deambulamos por el enorme vestíbulo admirando los innumerables detalles de la suntuosa decoración, hasta que llegó el momento de instalarnos en nuestras habitaciones.
La que compartíamos Isa y yo constaba de un pequeño vestíbulo con un armario de madera oscura en el que se abría la puerta acristalada del baño, espacioso y sencillo aunque abundante en detalles exquisitos.
Una habitación de ensueño.
En cuanto a la habitación, tenía dos camas con mesillas, el tradicional banco para las maletas en madera oscura, una maciza cómoda con cajones sobre la que se asentaba un gran televisor de plasma; una mesa escritorio con trabajo de taracea y una silla tapizada con la madera igualmente decorada.
Junto a una de las camas, bajo el ventanal que dejaba ver la belleza iluminada del Palacio de la Ciudad, una chaise-longue con reposapiés extraordinariamente cómoda.
La habitación se prolongaba en un pequeño saloncito con una mesita y dos sillones; sobre la mesa, el periódico local de Udaipur, un jarrón con flores y la acostumbrada bandeja con frutas, servilletas y cubiertos.
El saloncito hacía un ángulo que, en el lado derecho, ostentaba un ventanal con hermosos arcos lobulados y en el izquierdo un gran diván con cojines que corría a todo lo largo de la pared. Un delicado labrado con motivos florales sobre el diván completaba la exquisita decoración.
Por supuesto toallas, albornoces, zapatillas y batas eran de excelente calidad y todo invitaba a instalarse confortablemente. Nos duchamos, nos cambiamos de ropa y cuando nos disponíamos a dar una vuelta por el hotel nos llamó mi hija, diciéndonos que bajáramos a su habitación, en el primer piso.
Lo hicimos, y lo primero que nos sorprendió fue ver que no se abría, como las demás, al pasillo, sino que se accedía a ella desde un pequeño vestíbulo en el que destacaban dos grandes figuras de madera policromada, muy modernas y estilizadas, de un hombre y una mujer ataviados con los trajes nacionales.
En el vestíbulo había un balancín con cadenas de bronce, en el que me mecí un poco antes de llamar a la puerta y encontrarme ante un espectáculo de Las Mil y Una Noches: una lujosa suite en la que habría cabido un piso de razonables dimensiones.
Sólo el cuarto de baño ocupaba casi el espacio de un pequeño apartamento, con la gran ducha de hidromasaje, la bañera asentada sobre macizas patas, el amplio lavabo doble con sus hermosos espejos… El mármol y los numerosos detalles suntuosos completaban la impresión de lujo y refinamiento de la pieza.
De verdad se habría podido organizar en esta habitación un pequeño baile. Al fondo, la enorme cama de madera oscura con columnas labradas, las magníficas mesillas y unos espejos de cristal color ámbar de marcos bellamente decorados y con hermosos apliques de luz.
En el otro extremo, frente a la cama, un gran tresillo de rica tapicería y una mesa de salón con flores, prensa, frutas, una botella de vino. En un lateral, una inmensa cómoda tallada sobre la que se asentaba el televisor –por supuesto de plasma y de veinticinco pulgadas-.
Y en el gran espacio entre la zona de dormitorio y la de salón, un balancín mucho más grande que el del vestíbulo, con hermosa tapicería roja y unas columnas de bronce exquisitamente labrado, que me dejaron boquiabierta.
Al otro lateral se abría un salón algo más grande que el de nuestra habitación, con las paredes suntuosamente decoradas y un magnífico sofá en la pared del fondo.
Y los hermosos ventanales con columnas a lo largo de la pared…
Realmente, un sueño oriental.
Cuando llegamos ya estaban Lalit (nuestro guía personal) y un grupo de los nuestros, y pasamos un buen rato charlando y haciéndonos fotos. Cuando llegó la hora de cenar, yo preferí limitarme a una manzanilla y retirarme a descansar y a disfrutar de la belleza nocturna e iluminada del lago y del Palacio de la Ciudad desde la confortable cama de la habitación.
Se estaba tan bien contemplando el singular espectáculo, entre el suave tacto del edredón , en el ambiente acogedor con la semipenumbra de las luces bajas, que el tiempo se me hizo cortísimo y casi me asombré cuando llegó Isa para compartir un rato de charla antes de entregarnos a un descanso que los días de viaje, tan colmados de descubrimientos, hacían merecido y necesario.
A la mañana siguiente hubiéramos debido, quizá, dedicarnos a conocer un poco Udaipur, ir al Jardín de las Doncellas (que sólo vimos de pasada desde el coche) y a otros lugares de esta hermosa ciudad que merece el título de “Ciudad del Amanecer”, amurallada y edificada a orillas de azules lagos en un valle circundado por las frondosas colinas Aravali.
La propuesta merecía en verdad la pena, pero entre que llovía, que arrastrábamos ya el cansancio del viaje y sobre todo que el Palacio del Lago es también una joya de Udaipur, decidimos quedarnos hasta las doce o doce y media, en que debíamos dejar libres las habitaciones, y, tras desayunar, dedicarnos a recorrer el hotel.
Así que nos lanzamos al descubrimiento de sus innumerables bellezas: su gran patio interior, rodeado por una doble galería de arcos; el estanque central, la variedad de árboles y flores; los quioscos y terrazas rematadas por cúpulas, las fuentes que acompañaban nuestro paseo con su eterno susurro de agua…
La piscina, un espacio precioso e invitador del que ¡otra vez! la lluvia nos impidió disfrutar.
Llegó la hora de abandonar aquel lugar de ensueño, el romántico palacio en mitad del lago, y volvimos a embarcar para regresar al precioso embarcadero y desde allí comenzar nuestro paseo por la ciudad, la joya del reino de Mewar, que fue gobernada por la dinastía Sisodia hasta que en 1559 la conquistó el maharana Udai Singh, al que debe su nombre.
Y la ciudad, desde luego, no nos defraudó. Pero ésa ya es otra historia.
Fotos: Taj Hotels.
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Sobre la autora: Isabel Rodríguez es colaboradora de Sociedad Geográfica de las Indias. Le apasiona viajar y entre sus experiencias el viaje a India se cuenta entre las más impactantes y fascinadoras. Para más información: [Quiénes somos]
Qué maravilla de lugar…! Uno de los puntos de este planeta que no me importaría visitar…