Escrito por: Alberto Piernas
Pocas personas saben que mi temperatura corporal depende de las condiciones del medio; de los arrecifes, playas y costas donde pongo mis huevos. Incluso, que la misma determina si soy hembra o macho. Tampoco que existimos hasta siete especies diferentes de tortugas marinas y que podemos vivir hasta 200 años. El mundo no sabe muchas cosas de mí, ni de nosotras.
Nací en una playa del sur de India, con otros miles de hermanos. Sin embargo, no todos sobrevivieron. Algunos no llegaron a salir del cascarón a causa de las altas mareas y de los depredadores. Otros, fueron capturados por los seres humanos, ya que al parecer, nuestros huevos resultan deliciosos para los asiáticos. Unos pocos, temerosos de los estímulos y visitas extranjeras, murieron de estrés.
Mi misión, desde el primer día que nací, era cruzar la playa que me separaba del océano Índico. Una línea de 4 metros en la que amenazaba cualquier peligro. Mi madre me contó que la luz de la luna me guiaría a la hora de alcanzar el mar y viajar libremente.
Fue así como una noche, comencé a avanzar. Sin embargo, la luz de la luna no estaba sola: diferentes puntitos de colores procedían de otros lugares de la costa que impedían seguir mi destino. Creo que los humanos lo llaman contaminación lumínica, y mi madre dice que cada vez es mayor y, por ende, nos convierte en una generación perdida, que muere muy joven y no siempre consigue alcanzar su propósito.
Un pasito, otro. Una gaviota se acercaba, pero prefirió a otras tortugas. La ley del más fuerte, de toda la vida. Después unos pasos, una tortuga que acabó en las manos de un pescador cuyos pasos eran enormes tsunamis de pánico. Otro paso, la luna era mi aliada y el mar se escuchaba cada vez más cerca. ¿Qué es eso? Me salpicó, una ola demasiado grande. Zig-zag, ya estaba en el mar.
Las tortugas podemos recorrer más de 2000 kilómetros alrededor del mundo desde que somos unas crías. Mi madre me habló de las zonas donde encontrar el mejor plancton, de otros habitantes pero, también de los peligros que nos acechan. «Nuestro peor depredador es el ser humano, porque utiliza nuestros caparazones, se come nuestra carne y utiliza la grasa para crear luz». Esas palabras latieron en mi mente durante todos los meses que estuve en el océano.
Abandoné la costa tras de mí y nadé y nadé, sumergiéndome en aguas profundas. Descubrí sirenas a las que nunca alcanzaron las anclas y los arpones. De hecho, ahora habitan en lugares más profundos, tan lejos del hombre. He sorteado aves y bailado con mantarrayas. Pero mi madre nunca me habló de nuestro peor enemigo: el plástico.
En muchos lugares he visto plásticos de todo tipo. De todas las formas y colores: en forma de anillas, asfixiando a otras compañeras, de bolsas que nunca llegan a desaparecer o, el peor, el microplástico que muchas veces se entremezcla con el plancton. En algunos momentos,mi viaje se ha visto en peligro por continentes de basura, plástico y nubes negras creados por grandes barcos. Muchas tortugas como yo murieron, incluyendo a mi compañero de apareamiento.
Durante las últimas semanas, algo cansada y sola, vuelvo para anidar en mi costa, aunque he detectado un nuevo enemigo: mascarillas que los humanos utilizan estos días debido a una peligrosa enfermedad.
Por suerte, he regresado a la costa de India y me ha sorprendido lo diferente que está el entorno. Apenas hay luces y personas. De hecho, miles de tortugas ahora llegan a la playa guiadas por la luna. Algunas hermanas dicen que los humanos pronto volverán con sus mismos hábitos.
Yo soy más optimista.