Tras escuchar las indicaciones de una de las mujeres del Centro de Mujeres de Anegundi, Peter y yo nos dirigimos en moto hacia el Templo de Hanuman, ubicado en lo alto de una colina frente a las panorámicas de Hampi. En los puestos de la entrada se venden collares de flores, túnicas azafrán y pulseras de todo tipo y color, como destellos que entretienen a quienes llegan hasta aquí buscando algo. Sin embargo, desde todos lados tengo la sensación de estar siendo observado por mil ojos amarillos. Ascendemos por las escaleras del templo, entre escolares y mujeres descalzas, algo de sudor mientras en nuestras espaldas se dibujan las vistas crepusculares del río Tungabhadra recorriendo un mar de plataneras.
Peter dice que deberíamos preguntar por el sacerdote, llamado Umani, de forma discreta al llegar al templo. Tras alcanzar la cima, los peregrinos que acuden aquí para limpiar sus pecados se esparcen entre las enormes rocas, algunos contemplan el atardecer y otros alimentan a un mono que termina llevándose toda la bolsa con chips de banana. ¿Sabrá algo ese sacerdote sobre Svarga?, le pregunto a Peter una vez nos encontramos dentro de una de las extensiones del templo, una caseta de cemento con flores marchitas en el suelo. No hay nadie, la gente se encuentra al otro lado de las rocas, se hace silencio, huele a sándalo. Nos sentamos junto a una de las puertas orientadas al atardecer. Hasta que, de repente, noto una mano huesuda en mi espalda. Y grito.