El aire cargado de polvo se cuela entre las ventanillas del destartalado autobús que abandona el corazón de Bangalore hacia la pequeña ciudad de Tumkur, a 62 kilómetros. Hay un hombre leyendo el periódico que, en ocasiones, levanta la vista, nos mira discretamente, aunque piense que no nos percatamos. El templo ‘pinchi’ del que nos habló Akhil está en algún lugar de la campiña, camuflado con el verde que tapiza toda la zona. Tras descender en la parada y convencer al tercer taxista de tuk tuk, conseguimos penetrar en una estampa rural ensoñadora: hay mariposas entre los árboles y niños descalzos que sonríen a lo lejos. El templo del pavo real, como también lo llaman algunos, luce en mitad de una llanura y, al atardecer, apenas queda gente. Peter y yo entramos en el complejo, caminamos hacia la puerta y, cuidadosamente, nos sumergimos en una estancia semivacía donde lucen tres cuadros de monjes jainas y una enorme réplica de un ‘pinchi’ original, o plumero de pavo real utilizado por los ascetas para apartar los insectos de los templos y así no pisarlos. Sentada junto a una puerta encontramos a una mujer cuyo rostro luce semioculto por un sari de color aguamarino. Juega con una llave, nos mira de la misma forma que el hombre que lee el periódico. Nos acercamos, parece que nos estaba esperando. Y se oculta la llave debajo de la ropa.